LLAMADOS y ENVIADOS de dos en dos

A todos, Dios nos eligió «para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor».

Cada uno, desde su lugar en la Iglesia, está llamado a ello.

«Jesús llamó a los Doce»: antes que la misión se da la llamada.

El envío siempre es permanencia en Jesús.

Por eso, el misionero, el catequista, los padres de familia siempre se sostienen en la oración y el trato con Jesús, pero no desde la soledad del héroe: Jesús los envía de dos en dos.

EL AMOR DE UN PADRE FRENTE AL SUFRIMIENTO DE SUS HIJOS

EL AMOR DE UN PADRE FRENTE AL SUFRIMIENTO DE SUS HIJOS

No se nos dan a conocer los criterios por los que Dios dispensa su gracia.

Ni siquiera conocemos, más allá de algunas manifestaciones externas, su acción fecunda en el corazón de los hombres.

Podemos también considerar que cuando Jesús, en aquel instante terrible, anima a Jairo:

«no temas; basta que tengas fe»,

aquel hombre pudo apoyarse en lo que había visto.

En efecto, él había oído:

«Tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enferme dad».

Jesús habló con la hemorroísa para que lo sucedido no se confundiera con la magia ni las acciones de Dios se des ligaran de su amor a los hombres. Jesús la llamó hija, por lo que no fue una fuerza incontrolable la que la sanó, sino el amor de un verdadero padre compadecido de su sufrimiento

COMPARTIR LA TEMPESTAD

COMPARTIR LA TEMPESTAD

Jesús muestra su señorío apaciguando el viento y el mar.

Y, ya en la calma, retoma el diálogo con sus apóstoles, no donde ellos lo dejaron, sino en una nueva pregunta:
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?»

Vemos la diferencia. Ellos sabían del poder de Cristo, pero no vivían el abandono.

Faltaba la confianza.

Es como si recurriéramos al Señor seguros de que puede arrancarnos de todos los problemas y dificultades, pero ignoráramos el gran don que nos hace de poder estar con él.

En otros momentos, los mismos apóstoles y tantos miembros de la Iglesia compartirán de nuevo la tempestad con el Señor.

Entonces, en vez de pedir que cese la tormenta, buscarán refugio en el mismo cabezal sobre el que descansa Jesús.

La familia de los hijos de Dios

Jesus, no niega la importancia de los vínculos de la carne, pero los sitúa por debajo del orden de la gracia.

Jesús ha venido al mundo para, en obediencia al Padre, formar una nueva familia:

la de los hijos de Dios.

María, la primera, participa de ese designio y también nos ayuda a nosotros a acoger la enseñanza de su Hijo y cumplir la voluntad de Dios.

LLAMADOS A VIVIR ESTE AMOR

La capacidad de transformación de la Eucaristía es inagotable.

Por ello no podemos acostumbrarnos a la Eucaristía y caer en la rutina.

Siempre conlleva la posibilidad de un crecimiento en el amor de Dios.

Es el alimento que no se acaba, la maravilla que no deja de sorprender, el amor del que se ha entregado sin reservas y que se nos da sin medida para que nos dejemos transformar del todo.

Señaló el papa Francisco:

«Es el Señor, que no pide nada, sino que entrega todo. Para celebrar y vivir la Eucaristía, también nosotros estamos llamados a vivir este amor».

La adoración es el amor agradecido.

Reconocemos que en Jesús está nuestro Dios y Redentor.

La alabanza del corazón se prolonga en el amor sincero al prójimo.

Cuando Jesús es acogido en nuestro corazón, nos impulsa.

El mismo amor que lo mantiene presente en el sacramento nos mueve a llevarlo a los demás.

Con nuestras palabras, nuestros gestos, nuestra com pasión… con su gracia.

TRES PERSONAS – SOLO AMOR

“Dios es Creador y Padre misericordioso;

es Hijo unigénito,

eterna Sabiduría encarnada,

muerto y resucitado por nosotros; y,

por último, es Espíritu Santo, que lo mueve todo, el cosmos y la historia, hacia la plena recapitulación final.

Tres Personas que son un solo Dios,
porque el Padre es amor,
el Hijo es amor y el Espíritu es amor.

Dios es todo amor y solo amor, amor purísimo, infinito y eterno.

No vive en una espléndida soledad, sino que más bien es fuente inagotable de vida que se entrega y comunica incesantemente”

Arrastrados por el Espíritu Santo

El día de Pentecostés, el Espíritu Santo bajó sobre los apóstoles.

Hubo un viento fuerte y aparecieron unas lenguas de fuego que se posaron sobre ellos.

El caso es que pasaron de estar encerrados por miedo a salir a predicar.

Fueron como arrastrados por el Espíritu Santo, que les concedió valentía y elocuencia.

Pero también ellos pudieron observar la acción del Espíritu Santo en los que escuchaban, pues, siendo de diferentes procedencias, cada uno los oía hablar en su propia lengua.

Desde entonces, la Iglesia ha vivido en el asombro y la alabanza